Por: Daniel Ramírez
Lo que empezó como un simple almuerzo familiar se convirtió en uno de los capítulos más determinantes de nuestras vidas. Recuerdo ese café con mi esposa y nuestro hijo después de un partido en el interior del país. Él tenía menos de 15 años. La conversación, aparentemente casual, pronto se transformó en un debate lleno de emociones: Lorenzo tenía una propuesta para irse a Europa.
Nosotros, como padres, queríamos que terminara el colegio cerca de nosotros y luego buscara una beca universitaria. Pero esa no fue la opción que él nos planteó. Este texto no es un manual ni una lección. Es un testimonio. Escribo como padre, con más empatía que sabiduría. Como alguien que, como tú, adora profundamente a sus hijos.
La decisión que cambió todo:
Decidimos dar el paso. Un salto enorme, incierto y cargado de emociones. El nudo en la garganta de ese momento no se describe con facilidad. Había preocupaciones reales: adaptación, soledad, seguridad, el sistema académico, las tentaciones y peligros del mundo moderno.
Pero entendimos algo esencial: era más astuto aprender a adaptarnos que forzar una idea basada en nuestro miedo. Y ahí empezó todo. A casi 7,000 kilómetros de casa, Lorenzo cumpliría 15 años en Barcelona, sin nosotros. No mentiré, fue difícil, pero decidimos apoyarlo sin invadir su proceso.

El valor de los hábitos y los roles
Durante esos tres años, apenas pude visitarlo una vez. La distancia, el costo y la logística lo hacían complicado. Creamos hábitos: llamadas diarias pese al cambio horario, rutinas emocionales, acuerdos no escritos.
Cuando tocaba hablar de fútbol, lesiones, minutos no jugados o decisiones que consideraba injustas, lo hacíamos solo si él traía el tema. Y si lo traía como queja, nuestra reacción era buscar juntos opciones que él debía resolver. No era mi rol llamar entrenadores ni tomar atajos. Era su reto y él debía asumirlo. Como padres, cuidamos la integridad; ellos persiguen su propósito, esa fue nuestra regla.
Las decisiones duelen, pero educan
A veces dolía más apretar que soltar. Hubo cumpleaños sin él. Clases de conducir que no pude enseñarle. Abrazos reemplazados por palabras. Pero también hubo evolución. A medida que maduraba, entendíamos que estábamos criando no solo a un deportista, sino a un hombre. Y nunca, repito, nunca negociamos el compromiso académico. Eso era inquebrantable. Sus notas fueron sobresalientes.
Claro que, como cualquier padre, nuestras mentes no descansaban. Pensábamos en todo: seguridad, sexo, drogas, malas influencias, soledad. Pero aprendimos a escuchar más y a no poner palabras en su boca. A confiar, a dejar espacio.
«Lo soltamos, pero nunca lo dejamos solo. Tres años después, entendí que apoyar no es detener, es aprender a acompañar desde lejos.» Cuando tu hijo vuela: 3 años, 7,000 kilómetros y un montón de aprendizajes»
Lo que nadie te dice del sueño deportivo
Muchos padres escuchan a sus hijos decir: “quiero ser jugador profesional” y reaccionan desde la emoción. Pero el deporte competitivo no es un cuento de hadas. Es exigente, duro, muchas veces injusto y requiere más que talento: requiere actitud, carácter, salud mental y algo de suerte.
Lorenzo, es ciertamente muy disciplinado y competitivo. Muy buen deportista. Practicó Taekwondo, jugó y se destacó en baloncesto, y desde los 9 años se enamoró de la portería. Hoy, a sus casi 18, ha crecido en todos los sentidos, como portero y como ser humano indudablemente.
En algún punto del camino, mi esposa y yo tuvimos que alinear nuestras propias expectativas. ¿Realmente esperábamos que viviera del deporte? ¿O estábamos educando a un joven íntegro que también amaba el deporte? «
El logro: una beca que simboliza mucho más
Tres años después, entendí que apoyar no es detener, es aprender a acompañar desde lejos.» El logro: una beca que simboliza mucho más Tres años después y 7,000 kilómetros más lejos de casa, Lorenzo logró una beca universitaria. Ha sido admitido en una universidad donde podrá seguir estudiando y jugando fútbol a nivel competitivo.
A veces lo miro y no puedo evitar recordar cuando tenía ocho o nueve años, con unos guantes de frío que tuve que improvisar para un partido, asumiendo esa posición que nadie le pidió, pero que él hizo suya. Esa imagen, que parecía juego, con el tiempo nos enseñó a todos los poderes de la resiliencia y del liderazgo.
Pero más allá del logro tangible, lo que verdaderamente celebramos es su crecimiento. No es una estrella bajo los tres palos, pero sí un portero sólido, con fundamentos admirables. Y sobre todo, un joven íntegro del que me siento orgulloso como padre y ciudadano. Y si algún día lo conoces, quizás no te sorprenda tanto su agilidad bajo los tres palos, su reflejo o su juego de pies, como sí lo hará su calidad humana.
«Ser papá de un deportista no es gritar desde la grada. A veces es guardar silencio desde casa, confiando en que sembraste bien.”
Cerrando un capítulo, abriendo otro
Hoy se cumplen tres años desde esa gran decisión. Lorenzo regresa temporalmente a casa, graduado de bachiller, y a punto de iniciar una nueva etapa como universitario. Mientras escribo, lo disfruto. Sé que pronto parte otra vez, y con él se va parte de mí. Pero también me quedo tranquilo: hicimos lo que creímos correcto.
Nos equivocamos juntos, aprendimos juntos y seguimos sembrando valores. Padres, disfruten los temidos 2 años, los terribles 5, los curiosos 10 y la rebeldía de la adolescencia. Créanme, todo pasa. Y cuando llegue el momento, suelten… pero no desaparezcan. Sean una base firme, porque la sociedad cambia, pero los valores sólidos no se corrompen. Hoy cerramos un capítulo. Mañana empieza otro. Que Dios me permita seguir haciendo mi parte, pero más importante que él mismo siga escribiéndolo.